13 de junio de 2005

REACTUALIZAR LOS MITOS. Lo sagrado y lo profano. Mircea Elíade. Cap. II.

No carece de interés el observar que el hombre religioso asume una humanidad que tiene un mo­delo trans-humano trascendente. Sólo se reconoce verdaderamente hombre en la medida en que imi­ta a los dioses, a los Héroes civilizadores o a los Antepasados míticos. En resumen, el hombre re­ligioso aspira a ser distinto de lo que encuentra que es en el plano de su experiencia profana. El hombre religioso no se da: se hace a sí mismo, aproximándose a los modelos divinos. Estos mode­los, como hemos dicho, los conservan los mitos, los conserva la historia de los gesta divinos. Por consiguiente, el hombre religioso también se con­sidera hecho por la Historia, como el hombre pro­fano, pero la única Historia que le interesa es la Historia sagrada revelada por los mitos, la de los dioses; en tanto que el hombre profano pretende estar constituido únicamente por la Historia hu­mana, es decir, precisamente por esa suma de actos que, para el hombre religioso, no ofrecen interés alguno por carecer de modelos divinos. Preciso es subrayarlo: desde el principio, el hombre religioso sitúa su propio modelo a alcanzar en el plano trans­humano, en el plano que le ha sido revelado por los mitos. No se llega a ser verdadero hombre, salvo conformándose a la enseñanza de los mitos, salvo imitando a los dioses.

Añadamos que semejante imitatio dei implica a veces para los primitivos una responsabilidad muy grave. Hemos visto que ciertos sacrificios sangrien­tos hallan su justificación en un acto divino pri­mordial: in illo tempore, el dios ha matado al mons­truo marino y despedazado su cuerpo a fin de crear el Cosmos. El hombre repite ese sacrificio sangrien­to, a veces incluso humano, cuando ha de construir un pueblo, un templo o simplemente una casa. Lo que pueden ser las consecuencias de la imitatio dei se desprende con harta claridad de las mitologías y de los rituales de numerosos pueblos primitivos. Para poner sólo un ejemplo: según los mitos de los paleo-cultivadores, el hombre ha llegado a ser lo que actualmente es: moral, sexualizado y condenado al trabajo, a consecuencia de un homicidio primordial: antes de la época mitica, un Ser divi­no, con mucha frecuencia una mujer o una muchacha, a veces un niño o un hombre, se ha de­jado inmolar para que los tubérculos o los árboles frutales pudieran brotar de su cuerpo. Este primer asesinato cambió radicalmente el modo de ser de la existencia humana. La inmolación del Ser divino instauró tanto la necesidad de la alimentación como la fatalidad de la muerte, y como secuela, la sexua­lidad, único medio de asegurar la continuidad de la vida. El cuerpo de la divinidad inmolada se trans­formó en alimento; su alma descendió bajo tierra, donde fundó el País de los Muertos. Ad. E. Jensen, que ha consagrado a este tipo de divinidades, que denomina divinidades dema, un estudio importan­te, ha demostrado muy bien que al alimentarse o al fallecer el hombre participa en la existencia de los dema
[1].

Para todos estos pueblos paleo-cultivadores lo esencial consiste en evocar periódicamente el acon­tecimiento primordial que fundó la actual condi­ción humana. Toda su vida religiosa es una con­memoración, una rememoración. El recuerdo re-actualizado por los ritos (por la reiteración del homicidio primordial) desempeña un papel decisi­vo: es preciso cuidarse muy bien de no olvidar lo que pasó in illo tempore. El verdadero pecado es el olvido: la joven que, después de su primera menstruación, permanece tres días en una cabaña a oscuras, sin hablar con nadie, se comporta asi porque la hija mítica asesinada, al transformarse en luna, permaneció tres días en las tinieblas; si la joven catamenial quebranta el tabú del silencio y habla, se hace culpable del olvido de un aconte­cimiento primordial. La memoria personal no en­tra en juego: lo que cuenta es el rememorar el acontecimiento mítico, el único digno de interés, porque es el único creador. Al mito primordial le corresponde el conservar la verdadera historia, la historia de la condición humana: en él hay que buscar y reencontrar los principios y paradigmas de toda conducta.

Es en este estado de cultura donde se encuentra el canibalismo ritual. La gran preocupación del caníbal parece ser de esencia metafísica: no debe olvidar lo que ocurrió in illo ternpore. Volhardt y Jensen lo han mostrado con claridad meridiana: al inmolar y devorar las cerdas con motivo de las fiestas, al comer las primicias de la recolección de los tubérculos, lo que se está haciendo es comer el cuerpo divino lo mismo que en los festines canibalescos. Sacrificios de cerdas, caza de cabezas y canibalismo son solidarios simbólicamente de la recolección de los tubérculos o de los cocos. A Vol­hardt
[2] le corresponde el mérito de haber dedu­cido, al propio tiempo que el sentido religioso de la antropofagia, la responsabilidad humana asumi­da por el caníbal. La planta alimenticia no se da en la Naturaleza: es el producto de un asesinato, pues así se creó en el albor de los tiempos. La caza de cabezas, los sacrificios humanos, el cani­balismo los ha aceptado el hombre, al objeto de hacerse cargo de la vida de las plantas. Volhardt ha insistido, con razón, en ello. El caníbal asume su responsabilidad en el mundo, el canibalismo no es un comportamiento «natural» del hombre «primi­tivo» (tampoco se sitúa por lo demás en los nive­les más arcaicos de cultura), sino un comportamien­to cultural, basado en una concepción religiosa de la vida. Para que el mundo vegetal sobreviva, el hombre ha de matar y ser matado; debe, además, asumir la sexualidad hasta sus límites extremos: la orgía. Una canción abisinia lo proclama: «La que no haya engendrado todavía, ¡que engendre! El que todavía no haya matado, ¡que mate!» Es una forma de decir que los dos sexos están condenados a asumir su destino.

No se debe olvidar, antes de emitir un juicio so­bre el canibalismo, que lo fundaron Seres sobre­naturales. Pero lo fundaron para permitir a los humanos asumir una responsabilidad en el Cos­mos, para ponerles en situación de velar por la continuidad de la vida vegetal. Trátase, pues, de una responsabilidad de orden religioso. Los caní­bales uitoto lo afirman: «Nuestras tradiciones es­tán siempre vivas entre nosotros, incluso cuando no danzamos; pero trabajamos tan sólo para poder danzar.» Las danzas consisten en la reiteración de todos los acontecimientos míticos y, por tanto, también del primer asesinato seguido de antropo­fagia.

Hemos traído a colación este ejemplo para mos­trar que, tanto entre los primitivos como en las civilizaciones paleo-orientales, la imitatio dei no se concibe de manera idílica, sino que implica una terrible responsabilidad humana. Al juzgar una so­ciedad «salvaje», no hay que perder de vista que incluso los actos más bárbaros y los comportamien­tos más aberrantes tienen modelos trans-humanos, divinos. Problema muy diferente, que no aborda­remos aquí, es el de saber por qué y a consecuen­cia de qué degradaciones e incomprensiones dege­neran ciertos comportamientos religiosos y se ha­cen aberrantes. Lo que interesa subrayar aquí es que el hombre religioso quería y creía imitar a sus dioses incluso cuando se dejaba arrastrar a accio­nes que rayaban en la demencia, la torpeza o el crimen.

[1] 40 Ad. E. Jensen, Das religiose Weltbild einer frühen Kultur, Stuttgart, 1948. El término dema ha sido tomado por Jensen de los marind-anim de Nueva Guinea. Cf. también Aspects du Mythe, pp. 129 ss.

[2] 41 E. Volhardt, Kannibalismus, Stuttgart, 1939. Cf. M. Eliade, Mythes, reves et mystéres, Gallimard, 1957, pp. 37 ss.
Bibliografía: Mircea Elíade.Lo sagrado y lo profano. GUADARRAMA / PUNTO OMEGA4ta. edición 1981
Traducción: Luis Gil.

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