13 de junio de 2005

La tragedia Por Leonardo Moledo (contratapa)


En su bellísimo libro Symbolique du mal, el filósofo francés Paul
Ricoeur distinguía tres mitos fundacionales sobre el mal. El primero
es el mito babilónico: en el principio, había habido una lucha entre
Marduk, el dios del bien y la civilización, y Tiamat, la serpiente
que encarna lo malévolo; la victoria de Marduk permitió la creación
del mundo.
Tiamat, la serpiente babilónica, se deslizó en el mito hebreo, como
el personaje que tienta a Eva, la insta a probar las manzanas
prohibidas y a iniciarse en las lides de la caída, en este caso
unidas a la desobediencia, al conocimiento y al sexo: caer es saber
y procrear, caer significa romper la parálisis del paraíso terrenal,
donde todo es perfecto y nada cambia, e iniciar la historia. En el
mito hebreo, ya no sólo el hombre (o la mujer) sino la historia
misma, tiene un pecado de origen, y fluye barranca abajo: el mal
ahora se desliza dentro del mundo e infecta la historia.
En el mito babilonio el mal es derrotado antes de que empiece el
mundo, en el mito hebreo opera dentro del mundo y eventualmente será
derrotado al terminar el mundo; en el mito trágico, el tercero de
los que señala Ricoeur, el mal es inseparable del mundo, de la
estructura misma del mundo, del ser del mundo. No es anterior ni
posterior al mundo, no está ni adentro ni afuera: es consustancial
con él. No es resultado de relaciones míticas o históricas entre los
dioses o entre los hombres, o de relaciones turbulentas entre los
hombres y la naturaleza. El mal es porque el mundo es; el mal no
podría no ser. Como el espacio, el tiempo o el destino, el mal es
previo a todo lo demás; previo a los propios dioses, que están
atados –ellos también, como todo– al mal, como están atados a sus
pasiones o los hombres a su arrogancia.
El origen del mal, sin embargo, no es todo, porque el mal debe ser
redimido o por lo menos conjurado: sin la posibilidad de redención
no se puede vivir y no hay sociedad posible; el mito debe proveer
algún mecanismo para lograrla. Los pueblos babilónicos lo hacían, al
comenzar cada año, mediante la festividad del Akitu, una puesta en
escena ceremonial y colectiva que representaba la lucha mítica entre
Marduk y Tiamat. Tras la victoria de Marduk, que era la victoria de
todo el pueblo participante, el mundo renacía purificado. El
universo judeocristiano inventó el nuevo mito de la salvación a
través de un mesías, un redentor que ha de llegar o, más tarde, que
ya ha llegado.
El mal trágico, en cambio, no se puede redimir. Puesto que pertenece
a la estructura –a la ontología, a la esencia– del mundo, es
inevitable. Nada puede con él, ni sacrificios rituales, ni
indulgencias, ni ritos iniciáticos. Sólo se puede padecer, asumir,
absorber, y según Ricoeur, para ello se puede poner en escena a
través de la tragedia.
El héroe que cumple en escena el mandato trágico reproduce la
inevitabilidad del mal. Antígona, Edipo, Electra, Agamenón, se
precipitan a cumplir con su destino, sabiendo que lo es, sabiendo
que será fatal. Y voluntariamente, porque saben también que las
acciones humanas están guiadas por una fuerza ciega, que no es la de
los dioses, sino las de algo más profundo y poderoso al que los
dioses mismos están sometidos. No tiene sentido resistir, sino
asumir y cumplir: saben lo que va a ocurrir y lo hacen igual. Los
héroes trágicos se encaminan al desastre por su propia voluntad.
Y desde ya, en cada hecho trágico hay agentes, o responsables: el
dios que salvó a Edipo de la muerte, el que desató la guerra contra
Tebas, quien arrojó la manzana de la discordia en las bodas de Tetis
y Peleo; pero ni la responsabilidad, ni el castigo, ni la justicia,
redimen el horror metafísico de lo trágico, ni el espanto que la
tragedia deja detrás, al mostrar que las cosas fueron así y que no
habrían podido ser de otra manera. Espanto exasperado por el
imaginario de un tiempo circular, que condena a la tragedia a
repetirse una y otra vez.
En el mundo lineal del progreso y el crecimiento que rige hoy, en un
mundo que se ha alejado de la circularidad griega, lo trágico no
reside en lo inevitable de un destino conocido que fatalmente
ocurrirá, sino en el hecho de que lo que ha ocurrido, ha ocurrido y
no se puede modificar. En el sencillo hecho de que es algo que habrá
ocurrido en todos los futuros imaginables: no existe ningún futuro
posible en el que la desgracia y el horror no hayan ocurrido.
El hecho trágico es definitivo, es absoluto, es una instancia de la
realización del mal, que se ha manifestado, no como el héroe que
cumple su destino porque sabe que no puede evitar cumplirlo, sino en
el no-héroe, en el caminante anónimo que fue víctima del destino y
ya no puede no haberlo sido, por mucho que proteste y por mucho que
haga para castigar, olvidar, remediar.
En el mundo histórico moderno, los hechos son evitables, pero nada
puede modificar lo que ya ha ocurrido, el pasado (que en el
imaginario circular regresa) es pasado con la contundencia del Hado.
Ricoeur decía que la escenificación griega de la tragedia, tiene un
punto de resolución en el coro, y que en las obras de Esquilo o de
Sófocles, la identificación colectiva con el coro, la catarsis, el
terror y la compasión, permitían entrar en algún tipo de comunión
con el destino o el mal ontológico, de la cual se salía aliviado.
Pero en nuestro pobre mundo lineal y a la deriva, amigos, no hay
coros que nos purifiquen, no hay catarsis que nos consuele, no hay
terror ni compasión que nos rediman.
Buenos Aires-Argentina, 02 Febrero 2005. Página12

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