Mitos: Seres sobrenaturales en la literatura
Homero Quezada Pacheco
Ciudad de México
En El golfo de las sirenas —la égloga piscatoria de Pedro
Calderón de la Barca y uno de los antecedentes literarios más añejos en
el que aflora esa mítica figura en nuestra lengua—, se recrea la
travesía de Ulises y su tripulación por el estrecho de Mesina. Merced al
poder cautivante de Escila, Caribdis y las sirenas, que tratan de
seducir la vista y el oído del héroe, Calderón de la Barca despliega una
alegoría en la que el libre albedrío se erige como valor supremo para
encarar los peligros inherentes al vicio. La obra equipara la aventura
de Ulises con la experiencia del hombre sobre la Tierra que, al asumir
como divisa la prudencia y la virtud, sortea mejor las tentaciones del
pecado.
El perfil de las sirenas, es claro, continuaba proyectando
el sesgo maléfico que le adjudicaron los bestiarios medievales, los
cuales, en su frenético y encantador maniqueísmo, ubicaron a esos seres
híbridos del lado de Satanás. El énfasis recaía, en primer lugar, en que
se trataba de criaturas mortíferas; después, en la perfección de su
canto, empleado para atraer marinos, aturdirlos de excitación y
despedazarlos sin misericordia. Durante siglos, para el cristianismo la
naturaleza diabólica de las sirenas fue indiscutible: mensajeras de la
vanidad que, mediante artificios, conducían al ser humano hacia los
despeñaderos de la concupiscencia.
Las sirenas paganas —las de
Homero, las de Apolodoro, las de Ovidio—, no obstante, se mantuvieron
latentes en el imaginario gracias a otros rasgos de inspiración
imperecedera: destrucción y muerte; deseo y fecundidad; embrujo y
misterio; armonía y sugestión; erotismo y señorío hechicero. El nexo
indisoluble con el océano fue transformando su fisonomía de modo
gradual, pero definitivo: aquellos engendros emplumados con rostro de
mujer y garras como puñales pasaron a convertirse en doncellas de larga
cabellera y cauda de pez. La sirena aviforme remontó el vuelo desde
algún peñasco del Mediterráneo y ahora es una especie literaria en vías
de extinción. En su lugar, alrededor del mundo, ha quedado la sirena
pisciforme, cuya índole acuática, canora y desiderativa continúa
suscitando perplejidades.
La música de las sirenas (selección,
prologuillo y noticia documental de Javier Perucho, Fondo Editorial del
Estado de México, 2014) afirma sus páginas en tres columnas visibles: el
microrrelato, la expresión hispanoamericana y la imagen de la sirena
como motivo literario. El arco temporal del volumen: el decurso del
siglo pasado y lo que va del corriente.
Como anteriores
colecciones de Perucho —estudioso de la ficción breve contemporánea y
difusor infatigable del género—, la bella edición de La música de las
sirenas funda su empeño en congregar textos adscritos al canon del
cuento mínimo: narrativa epifánica de extrema tensión argumental, regida
por una economía de recursos donde nada debe sobrar (y donde nada debe
faltar), así como sostén estético sin fisuras. Lo novedoso en esta
ocasión recae en la tarea de haber concitado autores de dos continentes
para urdir, en el idioma de la eñe, la utopía y la ucronía de la sirena.
El antecedente inmediato fue Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en
el microrrelato mexicano (Fósforo, 2008), obra en la cual Perucho
compendió las microficciones que el influjo del episodio homérico ha
dejado en la literatura mexicana.
En el umbral de La música de las
sirenas, como guías tutelares, Rubén Darío, José Antonio Ramos Sucre,
Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez brindan atisbos de lo que
vendrá después: la cotidianidad subvertida, el homenaje paródico, el
testimonio prodigioso, la reescritura del mito.
De la asamblea de
60 escritores, 13 son mujeres y 47 hombres. Sobresale el dato, por una
parte, de que un poco menos de la mitad de los cuentos se da a conocer
por primera vez al público lector; por otra (a excepción de Cuba, Costa
Rica, El Salvador, Puerto Rico, República Dominicana, Honduras y
Paraguay), de que está representada la mayoría de los países que
conforman el orbe hispanoamericano —aunque numéricamente predominan, en
ese orden, autores de México, Argentina y España.
La diversidad de
estrategias narrativas es especialmente notable a partir de que, en
muchos casos, la anécdota central sigue tomando en cuenta el incidente
de la Odisea. La metaficción y la autorreferencialidad, por ejemplo,
emergen en argumentos en los cuales se diluyen las fronteras entre
realidad y fantasía, exponiendo no solo los mecanismos intrínsecos a la
creación, sino también el diálogo entablado entre literaturas y
tradiciones de signo ostensiblemente heterogéneo. Por eso, en el tema de
la sirena que decide callar, es posible rastrear la huella de Kafka y
la hazaña de Orfeo con los argonautas. Por eso, ante la asociación del
diluvio con los vivientes del mar, entre los cuales se hallan las
sirenas, se revela el ascendiente de Noé, el patriarca. Por eso es
viable la yuxtaposición —en cónclave o en disputa— de las sirenas
griegas, gallináceas y crueles, con las sirenas venusinas, de
inmarcesibles pechos y cola de pez. Por eso la sugestiva invocación de
sirenas provenientes de épocas y regiones distintas: Murgan, Ligia,
Pisínoe, Dschauhare, Allya, Nadina, Lorelei, Atargatis, Renata,
Undine...
Los escenarios y las situaciones, sin embargo, no se
constriñen a un pasado remoto y legendario, sino que el muelle, la
embarcación y la singladura del marinero común pueden constituir el
marco en el que la sirena funge de comparsa o pareja consuetudinaria. En
el ámbito urbano, por su parte, no será raro encontrarla en el mercado
de mariscos, en el foro académico o en la calleja sórdida, rapiñando el
sustento al amparo de la madrugada. De tanto en tanto, el humor, la
ironía y la circunstancia irreverente hacen acto de presencia, como
secuela natural de tratamientos paródicos, y en ocasiones satíricos.
En
numerosos pasajes dominan atmósferas oníricas y poéticas: algunas
vinculadas a la melancolía; otras, al anhelo inalcanzable; algunas más,
al rencor encarnizado, o incluso, a la violencia. Desterrada está la
sirena forjada en el siglo XIX (la del barón de la Motte Fouqué, la de
Hans Christian Andersen): frágil, romántica y asexuada, cuya máxima
ambición residía en obtener un alma, proeza consumada únicamente si
lograba desposarse con un mortal. La música de las sirenas, en general,
se inclina por los acontecimientos extraordinarios e impregnados de
seducción: peripecias a través de las cuales se desplaza uno de los
arquetipos del deseo más antiguo de la civilización.
Parafraseando
a Borges (pero sustituyendo al dragón), podríamos reconocer que, en el
fondo, ignoramos el sentido de la sirena, del mismo modo que ignoramos
el sentido del universo; no obstante —continuaría Borges—, algo en esa
grácil figura coincide con la imaginación de los seres humanos: de ahí
su incesante irrupción en todas las latitudes y en todas las edades.
En
la recopilación de Javier Perucho se vuelve a escuchar la armónica
tesitura de las mujeres–pez y a coro, acompañándola, la voz de los
escritores emplazados. Es lógico: quien con sirenas se junta a cantar se
enseña.
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