29 de mayo de 2014

De sirenas e intertextos

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Ciudad de México
En El golfo de las sirenas —la égloga piscatoria de Pedro Calderón de la Barca y uno de los antecedentes literarios más añejos en el que aflora esa mítica figura en nuestra lengua—, se recrea la travesía de Ulises y su tripulación por el estrecho de Mesina. Merced al poder cautivante de Escila, Caribdis y las sirenas, que tratan de seducir la vista y el oído del héroe, Calderón de la Barca despliega una alegoría en la que el libre albedrío se erige como valor supremo para encarar los peligros inherentes al vicio. La obra equipara la aventura de Ulises con la experiencia del hombre sobre la Tierra que, al asumir como divisa la prudencia y la virtud, sortea mejor las tentaciones del pecado.
El perfil de las sirenas, es claro, continuaba proyectando el sesgo maléfico que le adjudicaron los bestiarios medievales, los cuales, en su frenético y encantador maniqueísmo, ubicaron a esos seres híbridos del lado de Satanás. El énfasis recaía, en primer lugar, en que se trataba de criaturas mortíferas; después, en la perfección de su canto, empleado para atraer marinos, aturdirlos de excitación y despedazarlos sin misericordia. Durante siglos, para el cristianismo la naturaleza diabólica de las sirenas fue indiscutible: mensajeras de la vanidad que, mediante artificios, conducían al ser humano hacia los despeñaderos de la concupiscencia.
Las sirenas paganas —las de Homero, las de Apolodoro, las de Ovidio—, no obstante, se mantuvieron latentes en el imaginario gracias a otros rasgos de inspiración imperecedera: destrucción y muerte; deseo y fecundidad; embrujo y misterio; armonía y sugestión; erotismo y señorío hechicero. El nexo indisoluble con el océano fue transformando su fisonomía de modo gradual, pero definitivo: aquellos engendros emplumados con rostro de mujer y garras como puñales pasaron a convertirse en doncellas de larga cabellera y cauda de pez. La sirena aviforme remontó el vuelo desde algún peñasco del Mediterráneo y ahora es una especie literaria en vías de extinción. En su lugar, alrededor del mundo, ha quedado la sirena pisciforme, cuya índole acuática, canora y desiderativa continúa suscitando perplejidades.
La música de las sirenas (selección, prologuillo y noticia documental de Javier Perucho, Fondo Editorial del Estado de México, 2014) afirma sus páginas en tres columnas visibles: el microrrelato, la expresión hispanoamericana y la imagen de la sirena como motivo literario. El arco temporal del volumen: el decurso del siglo pasado y lo que va del corriente.
Como anteriores colecciones de Perucho —estudioso de la ficción breve contemporánea y difusor infatigable del género—, la bella edición de La música de las sirenas funda su empeño en congregar textos adscritos al canon del cuento mínimo: narrativa epifánica de extrema tensión argumental, regida por una economía de recursos donde nada debe sobrar (y donde nada debe faltar), así como sostén estético sin fisuras. Lo novedoso en esta ocasión recae en la tarea de haber concitado autores de dos continentes para urdir, en el idioma de la eñe, la utopía y la ucronía de la sirena. El antecedente inmediato fue Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano (Fósforo, 2008), obra en la cual Perucho compendió las microficciones que el influjo del episodio homérico ha dejado en la literatura mexicana.
En el umbral de La música de las sirenas, como guías tutelares, Rubén Darío, José Antonio Ramos Sucre, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez brindan atisbos de lo que vendrá después: la cotidianidad subvertida, el homenaje paródico, el testimonio prodigioso, la reescritura del mito.
De la asamblea de 60 escritores, 13 son mujeres y 47 hombres. Sobresale el dato, por una parte, de que un poco menos de la mitad de los cuentos se da a conocer por primera vez al público lector; por otra (a excepción de Cuba, Costa Rica, El Salvador, Puerto Rico, República Dominicana, Honduras y Paraguay), de que está representada la mayoría de los países que conforman el orbe hispanoamericano —aunque numéricamente predominan, en ese orden, autores de México, Argentina y España.
La diversidad de estrategias narrativas es especialmente notable a partir de que, en muchos casos, la anécdota central sigue tomando en cuenta el incidente de la Odisea. La metaficción y la autorreferencialidad, por ejemplo, emergen en argumentos en los cuales se diluyen las fronteras entre realidad y fantasía, exponiendo no solo los mecanismos intrínsecos a la creación, sino también el diálogo entablado entre literaturas y tradiciones de signo ostensiblemente heterogéneo. Por eso, en el tema de la sirena que decide callar, es posible rastrear la huella de Kafka y la hazaña de Orfeo con los argonautas. Por eso, ante la asociación del diluvio con los vivientes del mar, entre los cuales se hallan las sirenas, se revela el ascendiente de Noé, el patriarca. Por eso es viable la yuxtaposición —en cónclave o en disputa— de las sirenas griegas, gallináceas y crueles, con las sirenas venusinas, de inmarcesibles pechos y cola de pez. Por eso la sugestiva invocación de sirenas provenientes de épocas y regiones distintas: Murgan, Ligia, Pisínoe, Dschauhare, Allya, Nadina, Lorelei, Atargatis, Renata, Undine...
Los escenarios y las situaciones, sin embargo, no se constriñen a un pasado remoto y legendario, sino que el muelle, la embarcación y la singladura del marinero común pueden constituir el marco en el que la sirena funge de comparsa o pareja consuetudinaria. En el ámbito urbano, por su parte, no será raro encontrarla en el mercado de mariscos, en el foro académico o en la calleja sórdida, rapiñando el sustento al amparo de la madrugada. De tanto en tanto, el humor, la ironía y la circunstancia irreverente hacen acto de presencia, como secuela natural de tratamientos paródicos, y en ocasiones satíricos.
En numerosos pasajes dominan atmósferas oníricas y poéticas: algunas vinculadas a la melancolía; otras, al anhelo inalcanzable; algunas más, al rencor encarnizado, o incluso, a la violencia. Desterrada está la sirena forjada en el siglo XIX (la del barón de la Motte Fouqué, la de Hans Christian Andersen): frágil, romántica y asexuada, cuya máxima ambición residía en obtener un alma, proeza consumada únicamente si lograba desposarse con un mortal. La música de las sirenas, en general, se inclina por los acontecimientos extraordinarios e impregnados de seducción: peripecias a través de las cuales se desplaza uno de los arquetipos del deseo más antiguo de la civilización.
Parafraseando a Borges (pero sustituyendo al dragón), podríamos reconocer que, en el fondo, ignoramos el sentido de la sirena, del mismo modo que ignoramos el sentido del universo; no obstante —continuaría Borges—, algo en esa grácil figura coincide con la imaginación de los seres humanos: de ahí su incesante irrupción en todas las latitudes y en todas las edades.
En la recopilación de Javier Perucho se vuelve a escuchar la armónica tesitura de las mujeres–pez y a coro, acompañándola, la voz de los escritores emplazados. Es lógico: quien con sirenas se junta a cantar se enseña.